sábado, 14 de enero de 2012

el metro

El metro me tiene fascinado. Es asombroso lo que se puede hacer bajo tierra.

De donde vengo, los hombres llevan generaciones entrando en las montañas a socavar sus vidas. A ganarse sus medios arrancando un sustrato concreto entre cientos del mineral que alimentaba de energía a todo un país. Unos pocos hombres entran en la oscuridad para dar luz o calor a todos. Comen, respiran y defecan negrura en polvo.

Bajan a trabajar, a escarbar, a arrastrarse siguiendo la veta caprichosa, a veces, bajan a morir apostando sus pulmones lentamente en una partida que dura años o en una costerada que los sepulte en segundos.

En este centro suyo, la gente baja a vivir, habrá un par de miles que trabajen en el metro pero un par de millones, con la escusa de ir o de volver, baja a vivir.

Los he visto besarse y dormir, tocar música, hablar, discutir, esperar, correr, llorar, leer, ensimismarse, comer, emborracharse, cantar.

Es un espacio asombroso, un enorme hormiguero con un sentido demasiado amplio, cada una de esas vidas esta bajo tierra para un propósito concreto y son tantas que es imposible calibrarlas en conjunto.

Quiero escribir, antes de que esos recuerdos solo estén accesibles en sueños algunas de las cosas q he visto bajo tierra estas últimas tres semanas, antes de que me acostumbre a ellas, antes de que se hagan cotidianas y pierdan el brillo y la fascinación que ahora me producen.

En la estación de Alonso Martínez hay un guitarrista q canta a Silvio, uno que a menudo sueña con serpientes.

En los trenes de la línea seis no hay paredes que limitan los vagones, son como intestinos largos y oscilan en las curvas y según el lado al que gire ves una de las hileras de asientos o la de enfrente, en esa línea un sábado noche tenia a la derecha a unas gitanas cantando una canción sobre un payo q maltrataba a su novia cale y daban palmas y no bailaban por no caerse y a la izquierda unos adolescentes rapeaban e invitaban a tragos de vodka a un par de chicas que habían subido en otra estación.

He visto mujeres preciosas y ancianos con prisa. Niños que preguntan insistentemente o intentan jugar o van vestidos igual que su hermano.

Me entretengo investigando que lee la gente, mucha novela de las que más se venden, apuntes o informes, en papel o libros digitales, lo más raro; un libro de ejercicios de lógica aristotélica, solo una vez he visto leer poesía; una antología de Juan Ramón Jiménez.

He visto una pareja que se miraba y hablaba en bajo en la más absoluta intimidad en un vagón lleno de gente.

He oído a un acordeonista salvaje, que saltaba de pieza a pieza sin detenerse, interpretando con talento, (si, con talento, otro día hablare de esa palabra) ahora a Wagner, ahora un villancico.

Lo más asombroso que he visto fue una persona, un señor, el mas corriente que os podáis imaginar, tendría 60 años, con arrugas y bolsas bajos los ojos pero con un rostro vital y despierto, a pesar de la hora de la noche, vestía en distintos tonos de marrón, pantalón de pana, jersey de pico y camisa de cuadros, tenía un bigote canoso y una de esas calvas que dejan pobladas las sienes y apenas habitada la parte alta de la cabeza. Los hombros aun miraban a otras épocas de trabajo físico, pero la barriga tenia la vista fija en la inactividad. No me hubiera fijado en el si no hubiera ido leyendo un periódico, era el Marca, lo mire por seguir con mi patrón, sin interés, pero una de las fotos de la portada me llamo la atención, salía Pau Gasol, joven y vestido con la camiseta de los Grizzlis, esa es una noticia muy vieja. Me sorprendió y para asegurarme inspeccione el periódico todo lo q pude desde la frontera entre el disimulo y la atención expectante, el resto de las noticias y su aspecto. Las hojas amarilleaban pero apenas tenían arrugas, a primera vista parecía del día, mas tarde, en casa y por internet lo date el periódico de primavera de 2004, solo fijándome discerní lo verdadero bajo la apariencia.

En medio de mi confusión por el periódico, el señor se volvió a su derecha y le dijo a una mujer que cabeceaba a su lado, que le haría un gran favor si tomaba su hombro para apoyar la cabeza. La señora tendría 20 años menos que él y su mismo peso, su piel era mucho más oscura que la mía sin llegar al negro, sus labios estaban llenos y su pelo rizado. En el pequeño instante que tardo en apoyar la cabeza en su hombro, el rostro de la señora leyó el del hombre y mudo, en silencio, del sarcasmo y un orgullo desagradable y toxico, a la comprensión, la confianza y finalmente el sueño. Ella se acomodo y el doblo cuidadosamente el periódico solo con un brazo, lentamente para no molestarla, las bolsas debajo sus ojos se hicieron más pequeñas, se hicieron banderas de el pequeño placer de la cercanía y confianza de otro cuerpo.

Fue hermoso.

Y yo estaba allí, en el metro, para verlo.

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